FIN DE CLASES O EL PODER DEL CHOCOLATE


¡Hola a todos!

Por fin he vuelto a dar señales de vida, reconozco que he estado desaparecida en combate, un combate largo e intenso que ha durado dos semanas llenas de horas de preparación de exámenes, de respuestas a larguísimos correos con dudas, de vigilar monótonos exámenes y de decir adiós.

Y es que la semana pasada ha sido la última del curso (increíble, ¿verdad?) y con ella mi última semana de clases en esta universidad. Es verdad que aún me queda corregir exámenes, hacer los orales y vuelta a corregir pero lo que ya es seguro es que me espera una nueva aventura en otra universidad el curso que viene. ¡Y ya con los nervios a flor de piel!

Ha sido una semana de muchos sentimientos agolpados. Por un lado, tenía ganas de dejar a mis alumnos bien preparados para los exámenes y de terminar el curso porque es cierto que resulta agotador. Ahora me hace gracia cuando aquellos ajenos a la docencia se asombran y hasta se burlan de las largas vacaciones de los profesores. Lo que nunca entenderán es lo absorbente que resulta hacerte cargo de casi 120 alumnos, en mi caso, lo aceleradas que van las semanas durante el semestre y lo exigente que es esta profesión a la que hay que dedicarle, prácticamente siempre, todas las horas de una semana: preparar clases, buscar o diseñar ejercicios, imprimir cientos de hojas, pasar listas, dar clase con energía, corregir lo mismo una y otra vez, devolver tareas, contestar infinitos correos y vuelta a empezar. De hecho, la frase que más se oía por los pasillos estos días era “qué cansado estoy, ¡qué ganas de acabar!”.

Por otro lado, me sentía nostálgica pensando que he pasado aquí tres de los mejores años de mi vida y también melancólica, así que me tiré la semana haciendo fotos a todas mis aulas nada más acabar la clase. Las hay de todo tipo, grandes, pequeñas, modernas, históricas, sucias, bonitas…


Me consuela pensar que todavía no me he despedido propiamente de mis alumnos y que ya los veré a todos en la “fiesta española” que pienso organizar en mayo.
Tras tres años planeando dichos encuentros, estas son las conclusiones que he sacado sobre el porcentaje de asistencia:
1. He comprobado que si les dices “vamos a reunirnos para tomar algo” acude a la cita un 30% de alumnos.
2. Si dices “vamos a tomarnos unas cervezas” acude un 50%.
3. Si dices “vamos a hacer una fiesta española” (aunque no tenga nada de española) acude un 80%.
Si alguien tiene alguna sugerencia para completar este porcentaje, por favor que me la haga llegar cuanto antes.

Otra cosa que también he hecho esta última semana de clases ha sido comer chocolate. En concreto, muchos Maltesers. Muchísimos.


Normalmente lo que hago es que llevo una caja a cada grupo el último día de clase y dependiendo de los alumnos o, mejor dicho, de lo despiertos que estén hago una actividad u otra.
A veces simplemente espero a que tengan un momento de bajón-sueño-pereza y les digo que les voy a dar chocolate para que se despejen y cojan energía. Os aseguro que la actitud cambia rapidísimamente y más aún cuando paso rondas y rondas de chocolate hasta que el paquete está a punto de acabarse.

A veces, les digo que pueden coger una bolita si me dicen qué es lo que más difícil les ha parecido del curso o, lo que es lo mismo, lo que más tienen que repasar. Parece una tontería pero me gusta hacer esto para repasar y hacer algún ejercicio extra en la última clase sobre lo que todavía no entienden bien.

Otras veces, les hago hacerse preguntas entre todos. Suelo empezar yo haciendo una pregunta a alguien de clase y cuando esta persona contesta se gana un trozo de chocolate. Ésta a su vez formularía una pregunta a un compañero y así sucesivamente.

Buena idea la del chocolate, ¿no? Bueno, pues un año de experimentos me costó.
Recuerdo que mi primer año llevé bolsitas de chuches (mi gran pasión) y cuando las saqué en clase y les pasé la bolsa, empezaron a decirme:
-               “ay, no me gustan las chucherías”
-               “uf, no me apetecen”
-               “qué pena, soy intolerante y no las puedo comer”




Yo no creía lo que oía. Pero ¡¿cómo se puede ser tan insolente?!, ¡¡¿cómo me dicen que no?!! y sobre todo ¡¡¡¿cómo no les gustan las chuches?!!!
Pasó prácticamente lo mismo con casi todos los grupos y mi cabreo fue in crescendo, hasta que estallé al ver que en una clase dejaron la bolsa en la mesa y se marcharon. Yo,  muy digna, decidí no hacerlo jamás. Volví a casa y me las zampé todas.
Al año siguiente me convencí pensando que se había tratado de una diferencia cultural y quiero creer que en España, al tratarse de un regalo/detalle, aunque no te guste, lo coges y luego o lo vomitas o lo tiras a la basura o se lo das a tu amigo al que seguro que le gusta.
Pasó el tiempo y decidí probar con chocolate y me prometí a mí misma que si ya no les gustaba, no lo volvería a intentar pero… ¡eureka!

Como conclusión (conector que les mando siempre utilizar), os recomiendo que no os compliquéis la vida demasiado, que nunca deis chuches por mucho que os gusten tanto como a mí y que a veces merece la pena equivocarse para luego encontrar algo que les gusta de verdad (ya sea comida o una actividad para practicar el subjuntivo).
Recibir muestras de agradecimiento, escuchar largos “oooooh” al sacar el envoltorio, ver sonrisas o bocas llenas de chocolate deja muy pero que muy buen sabor de boca para tu última clase del año :)

¡Feliz Semana Santa!

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